Es difícil no empezar una crónica sobre Rodrigo Lira sin caer en el mito. Que se acostaba con las gallinas, que no salía mucho, que calentaba agua en una olla, que se mató el día de su cumpleaños cortándose las venas en la tina, cabro todavía, sin llegar a los 30. Eso, porque empezar de una lectura, una lectura seria, documentada, con citas MLA y todo el cuento, es mucho más difícil. Difícil en cuanto la edición de sus obras completas preparada por Enrique Lihn se convirtió en material de culto al desaparecer rápidamente (de hecho el único ejemplar que tuve en mis manos fue un anillado de fotocopias que me prestó Raimundo Nenén y que después se le quemó en el incendio de su casa, lo que comprueba mi teoría que era mucho mejor habérselo robado, pero bueno, los amigos son los amigos…). Siguiendo con este insigne poeta ochenteno, de patillas y yoqui para taparle la pelada, la segunda edición fue concretada por la Diego Portales, la universidad de los poetas: Lihn, Lira, Bertoni, Parra, Martínez, Millán, son algunos de sus publicados. Lo malo es que salió a la venta al módico precio de 20 lucas y con eso me pego un pique a la Avenida Argentina y me vengo con un saco de libros al hombro comiéndome un par de empanadas y tomándome un jugo con helado para la caña del domingo en la mañana. Ahora, en Internet la cosa no cambia mucho, aparte del poema de las cebollas, no aparece más. Rodrigo Lira, pasando a lo personal, fue una figura de culto en mis primeros años de borrachera. Nos juntábamos una patota a tomar con la excusa de conversar sobre temas importantes y de Nietzsche a Coelho, pelábamos como viejas. Nos pusimos "El círculo hermético" los patudos, en honor a Miguel Serrano y su amistad con Hesse. Nos cagamos de la risa cuando al hombre le dio por decir vía The Clinic que Hesse lo penaba. Que pasaban noches enteras conversando de temas profundos y verdaderos y viendo como el mundo iba de mal en peor gracias a la expansión del dominio judío. Y claro, también aparecía Lira en las conversaciones. Que lo habían hecho mierda a electrochoques. Que su mejor poema era el Autorretrato (aparte del de las cebollas era el único que habíamos leído, pero que mierda le importa eso a una tropa de weones curaos). Que para pedir pega había usado como currículo un collage. Que le había mandado un sapo en una caja a Enrique Lihn como poética pedida de mano a la hija. Más encima, le pidió una respuesta "Haga acuse de recibo". Lihn le tiró el sapo por la cabeza "no hago acuso de su mierda" le gritó. Que no contento con eso le hizo los puntos a la hija de Parra y a las hijas de otros poetas consagrados a la época, por que, según él, era la mejor manera de entrar al mundillo literario en gloria y majestad. Lo cierto es que ninguna lo pescó, básicamente porque eran todas cabras chicas que todavía jugaban con muñecas. Una vez llegado a la U pude entender algo de este muchachín, eso si. Que era una creación muy propia de lo que es la universidad chilena y su mundillo literario que, francamente, le importa poco o nada al resto del mundo, incluyendo a la propia universidad. Este mundillo ama las miserias humanas, basta con leer un libro de Diamela Eltit para comprobarlo: incesto, miseria en su peor estado de degradación, niñitos violados y la cacha de la espada. Basta recordar a sus fetos culiadores del cuarto mundo. Nunca había leído en mi vida algo tan ridículo como los mellizos "refregándose sus cositas" en el útero. Y eso que por culpa de una minita que me comía tuve que leer varios de Coelho y Carlos Cautemoc (o como se escriba). Por eso no es raro que un tipo que haya sufrido cada día a las 7 de la tarde, porque según él, a esa hora se juntaba todo el mundo a echar cachita o que soñara con mariposas con vaginas al medio, escalara tan rápido a la categoría de héroe. Meritos no le faltaban, en todo caso, era medio surrealista eso sí y a mi esa ondita no me gusta mucho, pero era bueno, no notable, pero bueno. Una de las escenas que recuerdo de él, aparecida en el The Clinic, es en la que la pintora de la que estaba enamorado se tuvo que quedar en su departamento toda la noche porque se le había cerrado la puerta de la casa. La minoca andaba en pura bata (onda fantasía de escolar pajero) y el pobre hombre trató de agarrársela toda la noche con sutiles ofrecimientos como "vente a acostar conmigo" o "tomémonos otra taza de té". No le alcanzó la noche (y así no le hubiera alcanzado una vida) para engrupírsela. Y eso que la mina tenía la llave en el bolsillo. Termina la crónica del The Clinic con el entierro de Lira: de lejos está mirando una minita, quizá no tan rica como la pintora, pero que le tenía ganas al pobre poeta. Esto nos deja una valiosa lección: a las minas que se creen artistas cuesta más que la chucha agarrárselas. He dicho. |
Por Daniel Toro
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