domingo, 15 de febrero de 2009

Rodrigo Lira, la Lira del Roro, Lírica del Rigo, Rodri el antilírico


¿Cuánto respeto literario puede tenérseles a poetas como Neruda o Mistral? ¿Es el Nobel un buen criterio para considerar a un escritor “bueno”? Sin duda alguna, esta última interrogante arrojaría como respuesta un rotundo NO. Un NO mayor que al del plebiscito de 1988. Un NO mayor que la negación sexual que nos hizo esa mujer por quien nos excitamos más de lo que corresponde. Lira viene a ser eso: un NO radical; una negación al modelo nerudiano, mistraliano y zuritano. Un no que nos invita a decir Sí con derecho poético y desacreditado. Decir Sí sin la necesidad de hipotecarme como lector ante una Editorial de las grandes. Un Sí que se contraviene con cualquier encargo literario de los que la dictadura le ordenó a Rosasco.

Lira vive y pervive; sobrevive con duda y encanto, hoy, bajo un paraguas llamado homenaje póstumo, situación que ha afectado a muchos intelectuales –sobre todo en las letras- como si fuera tan normal comer al desayuno carne de avestruz con cebolla cortada a plumas. Lira dejó una herencia justo antes de que se acabara el siglo. Los herederos –sólo unos pocos- han logrado detectar algún atisbo rancio del mensaje propuesto por el poeta, empero, la mayoría se ha dedicado a hacer literatura, y de la mala, de esa que le encanta vender a las editoriales.

Antes el reconocimiento se centró en el Emperador Huidobro, el díscolo –más que Zaldívar- Neruda, cuya inconsecuencia denunció Pablo de Rokha en su momento, y por supuesto, la más norteamericana que chilena: Lúcila Godoy Alcayaga. El tiempo transcurrió y de la traición de González Videla se vino la cristianización de Frei Montalva, pero con ello una nueva camada –viejos para el entonces- de poetas que replantearon la forma de escribir poesía con notables resultados. La antipoesía estuvo a cargo de Parra. De Santiago el alcalde poético fue Lihn. El bohemio endemoniado fue un introspectivo Teillier, mientras que el voyerismo psicopático se encuentra vigente con el deslenguado Bertoni. Lo político fue atacado por Millán. Pero ellos tuvieron un centro que los atrajo desde esa periferia demarcada –y acentuada- luego en el régimen de Pinochet; una delimitación que se caracterizó por omitir las voces de un discurso tan libre como es la lírica, pero a la vez un centro que los rescató a tiempo para dar la fuerza escritural que hasta ese momento había estado empañada del novelesco y comercial movimiento editorial de la Nueva Narrativa Chilena.

Lira se convirtió años después en un símil de artista desesperado que no triunfa en TV –o que no triunfa como él esperaba en Cuánto vale el show-, un hombre, además poeta, que se acostumbró a vivir con el remordimiento poético que lo llevó a competir con él mismo, para enterarse al final que no llegó último, pero tampoco primero; ni éxito ni fracaso. Lira murió antes de morir a fin de rebuscar en su genética literaria aquella experimentación que nadie antes se atrevió a practicar. El costo era alto; la vida, que Lira supo ofrecer en la medida que mejor le acomodó. ¿Cuándo se es buen poeta? Cuando se está colocando la vida por sobre el materialismo barato de la fama. Se es buen poeta cuando con la misma voluntad alcohólica de un viejo pescador se lanza a la mar de ideas para atrapar aquellos versos que nos congelan las gónadas y petrifican las lágrimas. Se es poeta cuando se escribe incólume colgado de un cable eléctrico por el cual los voltios nos hace la más relajante cosquilla orgásmica. Lira no murió una, sino que un número infinito de veces. Murió cuantas veces quiso, porque eso hace un poeta, se da gustos que los demás mortales no son capaces de satisfacer. Lira no fue el Cristo del Elqui, pero si fue un Verlaine que enamoró a enloquecidas rimbaudianas, o sea, poetas actuales.

Hoy la poesía se ha desmoronado tan lentamente como debe leerse un Osvaldo Lamborgini. O, quizás, se ha construido tan farandulescamente que hoy no se lee poesía en las antologías, sino que en las páginas centrales de papel cuché. No fue posible encontrar a Lira en una Cosas, Caras, Paula o Vanidades, pero si hurgó entre todas las cosas, derritió las mejores caras, quiso follar con Paula y liberó sus vanidades.

El 26 de diciembre a las 11.00 hrs. am. se cumple un nuevo aniversario de la muerte del metapoeta. Un joven burlón que a sus 32 años escribía poesía cual si estuviese conversando sus temas académicos a los que se dedicó durante un tiempo; primero Psicología y luego la carrera de Filosofía. Rodrigo y su vanguardia desconocida. Lira y la carga poética de fin de siglo, que ha desconcertado, incluso, a los serios críticos literarios que no se atreven a leerlo o, mucho menos, mencionarlo en antologías o diccionarios de literatura. Un joven que nació como un mortal adolescente para morir como un poeta experimentado. Un “Cabro Chico” que se dignó a desafiar el molde clásico de la métrica lírica que impusieron aquellos que ganaron los grandes premios de la academia. Un metapoeta que no se entregó al snobismo burgués o al lobbysmo poético actual que les permite protegerse entre ellos bajo la misma chequera: los Fondart. Lira y su vida literaria absorbida por la desilusión de no comprender la humosa mortalidad como condición humana o como decía él: pasan cosas en las camas, salen canas / en las sienes, del vino del que no vino / se cata el buquet / (si no conocen a Parra, conocerán a Arrocet…), / y el mistral, un viento tibio(&), y la Neruda (fabulosa bestia / marina, pariente lejano de la ballena y las sirenas –u ondinas) / son buenos a cualquier hora / para inspirar a señoras / casadas o separadas / o bien solteras, y hasta viudas / (¡pueden gozarlos desnudas…!) y, / como de costumbre, el amor: / perenne pena dulzona / erotismos eternamente etéreos / calmados o apasionados, amor / variado: vendido o rematado o regalado…

Lira, Rodrigo, Lira, Rodrigo, Lira, Rodrigo, Lira, Rodrigo, Lira, Rodrigo, Rodrigo, Lira, Rodrigo…

Por Rodrigo Oyaneder

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